domingo, 13 de septiembre de 2020

DE CAMINO A MONFRAGÜE

 


Salgo de casa, arranco la furgoneta y conduzco mirando de vez en cuando el cielo. Es una mañana bonita. Cuando vuelvo la vista a la carretera recuerdo que el destino de hoy queda demasiado cerca, apenas a un puñado de Kilómetros. Digo demasiado porque apreciar lo cercano nos cuesta. Es como una mano que si te acaricia a diario pasa inadvertida, pero que al perderla se vuelve terriblemente necesaria… Giro en un cruce y enlazo con otra carretera, adentrándome ya por un tramo más verde. En la radio ha empezado a hablar un psicólogo de Granada. Después de diez años criticando yo la psicoterapia de corte positiva ( lo de piensa en verde y todo irá bien), por fin escucho a alguien decir en los medios que tales simplismos son nocivos para el paciente. Me dan ganas de felicitarle por su impugnación pública. Ahora solo espero que no se tarde tanto en propagar una certeza más árida: que el sufrimiento a veces cura. 

Me adentro en un paraje un tanto boscoso y por un segundo tengo la impresión de que mi destino no es del todo conocido,  que hoy el parque me reserva alguna sorpresa. ¿Autoconvencimiento? Tengo bastante vistos los farallones de roca, las  barranqueras grises con sus difíciles recovecos en los que anidan los buitres, grietas que impetuosamente salpican los macizos, formas desplazadas desde a saberse cuántos años y que, ahora, dependiendo cómo se pronuncie la luz sobre ellas, nos parecen rostros siniestros, pétreas figuras de gigante, cuerpos que oscilan según el ánimo del observador… En realidad casi siempre que he venido, mientras recorría tramos de alguna ruta,  alguien me ha dicho: ¡mira, allí,  allí!, y, efectivamente, entre matorrales podía verse un ciervo parado como una estatua, un viejo zorro huyendo, buitres negros dando cuenta de un animal ya caído… supongo que esas son algunas de las victorias del parque, lo que podrían considerarse sorpresas. De hecho, creo que, de un tiempo acá, todos los que asoman al parque no esperan solo contemplar un sinfín de paredes, un sinfín de flora silvestre, de agua que confluye en caudales cada vez más impresionantes, sino que empiezan a ilusionarse con pequeñas apariciones, y, cuando caminan oyendo sus propias pisadas o un súbito chapoteo que debe provenir de algún pez que emergió fugazmente, ni siquiera articulan palabra, quizá por no deshacer la mágica premonición que albergan, la conexión que ha empezado a darse entre la naturaleza y su vida interior. El parque en realidad es un deseo. Una vez en él, deseas que sepa cómo te sientes, que explore tu nivel de paz, tus temores y recelos, que soporte todos los grados de autoengaño del Hombre, sus traiciones y su siniestra fuerza autodestructora. Tampoco es pedirle tanto, pues en cierta forma lo consigue. Quizás porque involuntariamente el alma deposita su confianza en la naturaleza. De todos modos, uno también puede engañar al parque, aunque vaya con la intención de desengañarse. Los estudios dicen que una persona sana miente en el noventa por ciento de lo que dice, aunque ese porcentaje lleva todo incluido: autoengaños, exageraciones, veladuras de conciencia, omisiones, negaciones…”Buenos días, ¿qué tal estás?”, “Bien, gracias”. Primera mentira del día. Cambio de marcha para subir un breve repecho, y luego tomo dos o tres curvas mientras bajo por el lado opuesto.  Ante mí se ha abierto una explanada flanqueada por cumbres. Meto la tercera, me quedo por un momento, un brevísimo momento, en blanco. Y entonces veo El Monfragüe. 

Jorge Ávila

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