sábado, 12 de diciembre de 2020

EN OLIVENZA

 

   EN OLIVENZA

 

Tres son los motivos que me han traído a Olivenza. El primero tiene que ver con vagas leyendas de origen desconocido; el segundo es el gusto por la arquitectura hispano-lusa; y el tercero, seguramente más decisivo, aún no ha cobrado forma de razón. Impulsos tan abstractos suelen guiar al hombre. Así que aquí estoy rodeado de calles blancas y casas señoriales, salpicaduras de una antigua muralla, una torre majestuosa que enfoca el pueblo como diciendo: ¡mirad, aquí el formidable eco de un pasado glorioso! Hasta la perezosa cámara de mi móvil parece tentada. Oteo, desde un llano, un cerro poco prominente. Luego vuelvo la vista hacia las casas y noto cómo ha cambiado mi óptica del día, la luz se ha engalana en lo alto de las fachadas y la vida parece unos grados más bella. Me cruzo con niños, viejos, pájaros que van y vienen, mujeres que al hablar agitan los brazos desprovistas de miedo, y así vamos surcando las calles empedradas al estilo portugués. He entrado en una pastelería a probar un dulce que dicen tiene su propia leyenda, y al salir veo más pájaros, restaurantes, iglesias, ¿no he visto ya esta antes? Me siento a comer en una terraza pensando que lo más importante de una sociedad es la educación de los niños, por fin podríamos tener una generación limpia. De ideales semejantes se nutre la esperanza al fin y al cabo. Enseguida vuelvo a observar las casas, hileras de balcones, la torre que parece no dar con el tercero de mis motivos. Sujeto las servilletas con el cesto del pan mientras la camarera llega solícita, alguien pasa en bicicleta sin mascarilla, es tremendo lo que llevamos meditado sobre la pandemia, ¿Nestea ha dicho, señor? Y me interroga también por la comida, su rostro bajo las marcas de aviones que hay en el cielo, decenas de nubes tan blancas como las crestas de las casas, la inmensa luz que desciende, o escala, y no se agota en estas cientos de fachadas ¿A qué venimos a sitios tranquilos como este? He pedido y en cuestión de minutos me traerá la comida, en realidad el cielo no tiene ningún límite adivinable, apenas soy consciente de unas cuantas cosas en la vida y, sin embargo, ellas me limitan, me individualizan necesariamente, como las estelas blancas componen su porción de cielo. Pienso en lo bueno de pensar cosas así. Mientras, la camarera lleva rato como una estatua, es terrible lo que ha bajado la clientela, doy un sorbo y todo queda en silencio, todo excepto el tamiz de mis preguntas, detalles que se desentierran, miedos de juventud que ya no son los mismos, reprimidos desde entonces apenas circulan ya por la mente, envejecidos, osificados, colonizados por la belleza de pueblos como este. Me trae el pescado y mi corazón se mueve. Observo la torre. Estoy a punto de decirle algo a la camarera.

 

martes, 8 de diciembre de 2020

RESEÑA DE "EL BESO DE DOSTOIEVSKI"

 


En este puente de viajes y lecturas he terminado la novela “El beso de Dostoievski”, de Rocío Rubio Garrido, escritora justamente premiada. Me parece una obra marcadamente humana no solo por sus ejes temáticos —el desempleo y los amores difíciles—, sino por lo que la protagonista, Nadia, oculta tras una exhibida desesperación. Las constantes penalidades que rodean a la joven y ante las que se rebela con críticas al uso —al modo llano y cotidiano—, no hacen sino acentuar una potencia de espíritu que ni ella misma parece advertir. Es como si a fuerza de señalar ella lo que en su vida no funciona, otra función más impetuosa, la de sus deseos en el fondo inmaculados, se asomara a la narración como resistencia romántica o como mitificación velada del éxito laboral y del amor. El deseo no es aquí, por tanto, una mera respuesta a las necesidades, sino una constante que configura el yo de la protagonista. Nadia en este sentido no sería Nadie, como parece explicitar la novela mediante las percepciones que ella tiene de sus turbios aconteceres, sino que sería justo lo contrario, un culmen de oposición y rebeldía interna ante las vicisitudes sociales. Los castigos del desempleo y la aridez de los amantes serían tan solo azotes en su ideal de éxito laboral y de plenitud amorosa. Allá lejos se dibujarían ambas aspiraciones como liberadoras, con tonos poéticos intercalados en la narración, como en este fragmento: “Amo Sevilla cuando el sol de las 8 de la tarde me acaricia la cara, sentada al borde del río, con la brisa levantando mi blusa. Y la odio cuando no responde a mi llanto, y me abandona en medio de la noche, insensible a mi tristeza”. Es una protagonista deliberadamente dicotómica y humanamente contradictoria: odia y ama una misma cosa, quiere y desprecia unos mismos hombres, pero sin despojarse de la belleza con la que ignora sus virtudes. De nuevo estoy diciendo que ofrece más al lector por lo inadvertido por ella que por las derrotas que proclama.

El estilo, parecido a un ágil diario en primera persona, nos conduce por otras galerías internas de Nadia no menos interesantes que las expuestas y que conviene leerlas más que señalarlas, como también lo son los provocativos diálogos que mantiene con uno de los chicos que la galantean. En este sentido hay una chispa amorosa y sexual siempre viva y vivificante en el relato. De igual forma, esa llama se mantiene distinta en los tres hombres que sugestionan a la chica, tres personalidades dispares y bien trazadas en sus rasgos psicológicos. En general es fácil saber que estamos ante una trama orquestada con elegancia.

 Ya por el tramo final, hay un matiz muy poderoso que aún no he mencionado. El ideal de amor, que parecía en el fondo inexpugnable pero que constantemente injurian los hombres que le han tocado en suerte, va a ser finalmente perforado por la duda. ¿Ha socavado la realidad, continuamente adversa, no solo la esperanza en una sociedad más justa, sino la capacidad amatoria más profunda de Nadia?  No veo posibilidad de marcharme de la novela sin abrir siete u ocho interrogantes de este tipo. Supongo que es parte del deleite.

domingo, 13 de septiembre de 2020

DE CAMINO A MONFRAGÜE

 


Salgo de casa, arranco la furgoneta y conduzco mirando de vez en cuando el cielo. Es una mañana bonita. Cuando vuelvo la vista a la carretera recuerdo que el destino de hoy queda demasiado cerca, apenas a un puñado de Kilómetros. Digo demasiado porque apreciar lo cercano nos cuesta. Es como una mano que si te acaricia a diario pasa inadvertida, pero que al perderla se vuelve terriblemente necesaria… Giro en un cruce y enlazo con otra carretera, adentrándome ya por un tramo más verde. En la radio ha empezado a hablar un psicólogo de Granada. Después de diez años criticando yo la psicoterapia de corte positiva ( lo de piensa en verde y todo irá bien), por fin escucho a alguien decir en los medios que tales simplismos son nocivos para el paciente. Me dan ganas de felicitarle por su impugnación pública. Ahora solo espero que no se tarde tanto en propagar una certeza más árida: que el sufrimiento a veces cura. 

Me adentro en un paraje un tanto boscoso y por un segundo tengo la impresión de que mi destino no es del todo conocido,  que hoy el parque me reserva alguna sorpresa. ¿Autoconvencimiento? Tengo bastante vistos los farallones de roca, las  barranqueras grises con sus difíciles recovecos en los que anidan los buitres, grietas que impetuosamente salpican los macizos, formas desplazadas desde a saberse cuántos años y que, ahora, dependiendo cómo se pronuncie la luz sobre ellas, nos parecen rostros siniestros, pétreas figuras de gigante, cuerpos que oscilan según el ánimo del observador… En realidad casi siempre que he venido, mientras recorría tramos de alguna ruta,  alguien me ha dicho: ¡mira, allí,  allí!, y, efectivamente, entre matorrales podía verse un ciervo parado como una estatua, un viejo zorro huyendo, buitres negros dando cuenta de un animal ya caído… supongo que esas son algunas de las victorias del parque, lo que podrían considerarse sorpresas. De hecho, creo que, de un tiempo acá, todos los que asoman al parque no esperan solo contemplar un sinfín de paredes, un sinfín de flora silvestre, de agua que confluye en caudales cada vez más impresionantes, sino que empiezan a ilusionarse con pequeñas apariciones, y, cuando caminan oyendo sus propias pisadas o un súbito chapoteo que debe provenir de algún pez que emergió fugazmente, ni siquiera articulan palabra, quizá por no deshacer la mágica premonición que albergan, la conexión que ha empezado a darse entre la naturaleza y su vida interior. El parque en realidad es un deseo. Una vez en él, deseas que sepa cómo te sientes, que explore tu nivel de paz, tus temores y recelos, que soporte todos los grados de autoengaño del Hombre, sus traiciones y su siniestra fuerza autodestructora. Tampoco es pedirle tanto, pues en cierta forma lo consigue. Quizás porque involuntariamente el alma deposita su confianza en la naturaleza. De todos modos, uno también puede engañar al parque, aunque vaya con la intención de desengañarse. Los estudios dicen que una persona sana miente en el noventa por ciento de lo que dice, aunque ese porcentaje lleva todo incluido: autoengaños, exageraciones, veladuras de conciencia, omisiones, negaciones…”Buenos días, ¿qué tal estás?”, “Bien, gracias”. Primera mentira del día. Cambio de marcha para subir un breve repecho, y luego tomo dos o tres curvas mientras bajo por el lado opuesto.  Ante mí se ha abierto una explanada flanqueada por cumbres. Meto la tercera, me quedo por un momento, un brevísimo momento, en blanco. Y entonces veo El Monfragüe. 

Jorge Ávila

domingo, 6 de septiembre de 2020

EN CANDELARIO


EN CANDELARIO

Este es un lugar bello, sereno, silencioso. Candelario. No he hecho más que subir una de sus empinadas calles, y, junto a la que fue casa veraniega de Unamuno, contemplo los tejados que acabo de dejar atrás. Más allá se divisan las montañas, el recorte de alguna cordillera, la gran capa de luz del horizonte. ¿De qué color es este viaje que emprendí temprano y que me tiene rodeado de pulcras casas blancas? He recorrido tres o cuatro calles más, y las fachadas se suceden comandadas por sus características batipuertas, un viaje temporal al oficio de chacinero. Diría que hay algo tranquilizador en este pueblo; evoca recuerdos de alguna localidad portuguesa, un débil canto de pájaros, abejas que zumban al sol y se posan entre las hiedras colgantes de una tapia... ¿Son todos los pueblos bellos el mismo pueblo, igual que una mujer bella es, para quien ama,  siempre la misma pero con distinto rostro? Precisamente me detengo en un enclave de calles y, entreveo, erguida y alta, como en todos los pueblos la iglesia. A mi espalda ha empezado a sonar una pieza de piano que sale de un balcón, aunque no deshace el silencio del pueblo, más bien lo acompaña. Al girar sobre mí he observado otra vez las montañas, en panorámica. Qué clara es la mañana. Añadir adjetivos sería una falta de generosidad. De nuevo camino y me detengo aquí y allá, como si cualquier punto me resultase inspirador. Me confieso salpicado por la belleza austera de las fachadas: sólidas, pulidas, de un cierto efecto níveo. Ahora evoco concretamente Marvao, incluso el barrio judío de Valencia de Alcántara, donde pasé parte de mi infancia. Es evidente que la emoción ya ha jugado su papel. Los recuerdos se anclan gracias a la emoción y con  ella también afloran. No es cierto que haya personas con lagunas de memoria; lo que acusan son lagunas de emoción. ¿Te acuerdas, querida, de aquel hombre que sufría por...? No, claro que no recuerda… por qué habría de acordarse si emocionalmente no significó nada para ella. La frialdad borra ambientes, escenarios, borra personas, transforma gestos cálidos en castigos… “¿Cómo, de qué me hablas, por qué te preocupas por esas cosas?”… Hay quien le llama a esto falta de empatía ¿Se imaginan viniendo a Candelario sin que nada bombee dentro del pecho?, ¿subir las heladas cuestas, condenado por los grises y argénteos tonos de las cumbres, allá al fondo, y por los grises, azules, violáceos y cianóticos tonos de las fachadas? De modo que ahora me dispongo a bajar estas mismas calles, entre las regaderas que singularmente las vertebran y que sirvieron para arrastrar los depojos de las matanzas. Sí, inconfundiblemente para mí siguen siendo las mismas calles, similares a aquellas que en su día recorrí acompañado, con su rigurosa dosis de blancura en las fachadas, su implacable belleza, y, por su puesto, con sus obstinados rasguños de amor .

 

Jorge Ávila Martín

 

domingo, 5 de enero de 2020

VISITA A ROMANGORDO



Un sábado de tantos, con la pretensión de pasar un día ocioso, me dirigí a Romangordo, pueblecito cacereño que me despertaba escasas expectativas: “¿doscientos habitantes?... bueno, eso en una hora está más que visto…”. Había oído que allí se alzaban fachadas decoradas con graffitis, pero nada más. La mañana, eso sí, era espléndida —un claro día de otoño—, la noche anterior había llovido y el sol proyectaba una luz limpia y dulce. Subiendo divisé ya las casitas: resplandecían cercanas a una montaña —quien haya estado en Hervás, por ejemplo, sabe la majestuosidad que irradia la montaña en estos casos—. Me bajé del coche contemplando panorámicamente, como suele hacerse en parajes naturales, y, a poca distancia —fue doblar una esquina—, me deslumbraron dos enormes pinturas. Me explico: estaba ante dos fachadas imponentes, pintadas enteras a modo de mural. Una de ellas me pareció haberla visto en fotos —ya se sabe que hoy día con los móviles…—, pero ahora, en vivo, se apreciaban en su justa belleza.

Adentrado ya en el pueblo di con un museo —de los dos que hay allí— que sin duda marcó el resto de la visita. Se trata de un centro de interpretación concerniente a la batalla del puente de Lugar Nuevo. La sala, tan discreta como envolvente, narra los pormenores de la contienda, encuadrada en lo que dio en llamarse Guerra de Independencia Española. Ingleses y portugueses se unieron entonces a nosotros —principios del S.XIX— para contrarrestar la ofensiva napoleónica que pretendía someter España al imperio francés. La batalla se libró en las inmediaciones de Romangordo —su estrategia y desenlace la tienen en el centro de interpretación—, y su épica, qué duda cabe, me acompañaría durante  todo el itinerario.

Callejeé de nuevo encontrándome con más y más murales, diferentes en tamaño, muchos sobre portones de garaje —lo que duplicaba su gracia costumbrista—, y con el sol avivando sus motivos impresionistas, la mayoría nostálgicos: un burro que simula asomarse a un portón, antiguos aperos de labranza en sus destellos bucólicos, utensilios de aquel viejo tornero que... ¿Pero cuántas estampas podía haber en total; once, diecisiete tal vez, desperdigadas por los rincones más distantes para que pareciese que abarcaban todo el pueblo? No, no se trata de ningún fingimiento en ese sentido, pese a llamarse trampantonjos, en realidad hay muchas más de diecisiete ¡Quién sabe si en la mañana llegué a verlas todas! Pero no es cuestión de enumerarlas aquí, allí siempre las habrá mejores que cualquier evocación literaria. Déjense embargar solo por vivas sensaciones —yo hará dos meses ya que las vi—; puedo confesarles que desprendían un halo atávico, en realidad intemporal, esa sensación tan pretendida de que la rueda se detiene unos instantes para que podamos sentir cualquier cosa en su inmanencia, como sucediera en la niñez cuando el tiempo no era sino un camino de tierra larguísimo, acaso interminable. ¿Es ese el fruto, entonces, de la visita?, ¿un embeleso involuntario que hace dichoso al hombre, como cuando se observa una lumbre, un viejo libro, un maizal movido por el viento? No, es aun más inasible. Sabemos lo limitadas que son en estos casos las palabras, solo les estoy pidiendo una visita. Vayan, se lo recalco. Cuando llegado el momento entré en la plaza mayor, quedé del todo conmovido. Hay allí unos niños esculpidos jugando a pídola —o como lo llamen en cada pueblo—, y otros al corro de la patata… Repito: están allí esculpidos, en medio de una plaza enorme. Y siguen sonriendo. Intactos. No descarto que sean nuestras almas.
 

martes, 29 de octubre de 2019

Reseña de Cueva, por Simón Viola

A continuación copio la reseña de "Cueva"  que hace Simón Viola, publicada su Blog el 19 de octubre de 2019.



Jorge Ávila
Malpartida de Plasencia (Cáceres, Ed. Siete Pisos, 2019, 235 págs.

   Jorge Ávila (Malpartida de Plasencia, 1975) es licenciado en Psicología por la Universidad Complutense de Madrid. Hasta el momento, ha publicado una novela corta, Tambores de pareja (Luhu Editorial, 2015) y el libro de relatos Conversaciones antes del despertador (De la Luna libros, 2017).
   Ahora, la editorial Siete Pisos publica Cueva, una novela cuya trama  arranca con la propuesta de Palmiro, un joven oficinista, a su amigo Gago, que trabaja de camarero en un bar, de abandonar sus vidas y sus trabajos de subsistencia para encerrarse en un ático y convertirlo en algo parecido a una cueva prehistórica, una idea que, considerada en principio una broma, va tomando cuerpo en conversaciones sucesivas. ¿Quiénes son estos dos jóvenes que están a punto de embarcarse en un proyecto descabellado? Como dice la cita inicial de Camilo José de Cela, hombres aburridos de ser durante años los mismos que han decidido convertirse en otros, “con otro acento, y otra vestimenta, y hasta otras ideas, si fuera preciso…”, lejos de un entorno en que les acosan y abruman “todas las malezas capitales” (G. H. Bayal). Naturalmente, tras este proyecto quimérico se adivina la tentación de una “huida” a la que están a punto de ceder. Hartos de “amores que se esfumaron”, de quienes venden la “felicidad al peso”, de la palabrería política, del teoricismo del aprendizaje académico, pero también de la banalidad y el exhibicionismo de las redes… estos dos seres ingenuos, envenenados de bibliografía de ciencias humanas (asisten con frecuencia a las clases de la facultad para rebatir a sus profesores), determinan abandonar sus vidas sin futuro para realizar sus sueños. A ellos se les unirá José Naváis que vive, como ellos un momento de crisis (una relación sentimental rota, una carrera terminada) y María, que ha vivido, siempre en el borde la marginalidad y de la delincuencia, varios fracasos amorosos.
   Poco a poco, este pintoresco grupo humano (todos con una vasta formación de lecturas tal vez no sedimentadas) irán convirtiendo un ático situado frente a un parque en una cueva, “el marco idóneo para encontrarse con uno mismo, con un yo en proceso de interacción con los materiales y herramientas más primitivas, a través del cual establecer conexión con el ser ontológico universal” [p. 22] de acuerdo con un proyecto que pasa por cuatro fases: el encierro, la risa, el silencio y el hambre, en una cueva con dibujos de arpones magdalenienses, hachas de mano, pequeñas lanzas con las puntas argentadas, bisontes en los techos (y una chimenea en el salón a modo de pira primitiva).
   La trama avanza entre conversaciones de una alta talla intelectual, con profusión de citas extraídas de ensayos de sicología, sociología, antropología y su tono es siempre bienhumorado, pero ¿lograrán sus propósitos estos jóvenes que, como Alonso Quijano, han abandonado lo que poseían para construir una quimera?
   Reproducimos un fragmento del diario (o crónica) de María, la joven del grupo.

   “Es cierto que el proyecto en su totalidad parecía una invitación al absurdo, pero si hasta san Agustín lo dijo: ‘Creo, porque es absurdo’ (lo tengo aquí apuntado: la cita, el autor, y una anotación que dice que lo citó Palmiro y que, por el contrario, a Naváis le sonaba que la cita era apócrifa y no de san Agustín), cómo no iba a suscribirlo yo, que era la primera vez que me sentía realmente escuchada. En fin, tengo también aquí un fragmento de la antigua crónica, que me dispongo a hojear entre sorbos de té:
   ‘Hoy han instalado por fin la chimenea, de manera que empieza a estar todo listo para que nuestros espíritus salgan de la recia sociedad donde permanecen enclaustrados, porque no es mucho decir que somos debilitados por quienes no cumplen sus audaces promesas de abrirnos las puertas de nosotros mismos sino que las cierran a riesgo de que dentro queden sepultadas la inocencia y la alegría, inútiles ya para cualquier cosa excepto la de padecer la horrible nostalgia de un desconocido anhelo, pues ya solo nos vemos como seres insoportables, esculpidos en el miedo y el odio, y es por eso que ahora, que empezamos a mirar a ese Olimpo que otros tildan de locura, esperamos con impaciencia que el fuego derrita la coraza que tanto nos pesa y que entre los pequeños estallidos de la leña suenen también nuestros bramidos de júbilo salvaje?”. [pp. 155-156].