domingo, 6 de septiembre de 2020

EN CANDELARIO


EN CANDELARIO

Este es un lugar bello, sereno, silencioso. Candelario. No he hecho más que subir una de sus empinadas calles, y, junto a la que fue casa veraniega de Unamuno, contemplo los tejados que acabo de dejar atrás. Más allá se divisan las montañas, el recorte de alguna cordillera, la gran capa de luz del horizonte. ¿De qué color es este viaje que emprendí temprano y que me tiene rodeado de pulcras casas blancas? He recorrido tres o cuatro calles más, y las fachadas se suceden comandadas por sus características batipuertas, un viaje temporal al oficio de chacinero. Diría que hay algo tranquilizador en este pueblo; evoca recuerdos de alguna localidad portuguesa, un débil canto de pájaros, abejas que zumban al sol y se posan entre las hiedras colgantes de una tapia... ¿Son todos los pueblos bellos el mismo pueblo, igual que una mujer bella es, para quien ama,  siempre la misma pero con distinto rostro? Precisamente me detengo en un enclave de calles y, entreveo, erguida y alta, como en todos los pueblos la iglesia. A mi espalda ha empezado a sonar una pieza de piano que sale de un balcón, aunque no deshace el silencio del pueblo, más bien lo acompaña. Al girar sobre mí he observado otra vez las montañas, en panorámica. Qué clara es la mañana. Añadir adjetivos sería una falta de generosidad. De nuevo camino y me detengo aquí y allá, como si cualquier punto me resultase inspirador. Me confieso salpicado por la belleza austera de las fachadas: sólidas, pulidas, de un cierto efecto níveo. Ahora evoco concretamente Marvao, incluso el barrio judío de Valencia de Alcántara, donde pasé parte de mi infancia. Es evidente que la emoción ya ha jugado su papel. Los recuerdos se anclan gracias a la emoción y con  ella también afloran. No es cierto que haya personas con lagunas de memoria; lo que acusan son lagunas de emoción. ¿Te acuerdas, querida, de aquel hombre que sufría por...? No, claro que no recuerda… por qué habría de acordarse si emocionalmente no significó nada para ella. La frialdad borra ambientes, escenarios, borra personas, transforma gestos cálidos en castigos… “¿Cómo, de qué me hablas, por qué te preocupas por esas cosas?”… Hay quien le llama a esto falta de empatía ¿Se imaginan viniendo a Candelario sin que nada bombee dentro del pecho?, ¿subir las heladas cuestas, condenado por los grises y argénteos tonos de las cumbres, allá al fondo, y por los grises, azules, violáceos y cianóticos tonos de las fachadas? De modo que ahora me dispongo a bajar estas mismas calles, entre las regaderas que singularmente las vertebran y que sirvieron para arrastrar los depojos de las matanzas. Sí, inconfundiblemente para mí siguen siendo las mismas calles, similares a aquellas que en su día recorrí acompañado, con su rigurosa dosis de blancura en las fachadas, su implacable belleza, y, por su puesto, con sus obstinados rasguños de amor .

 

Jorge Ávila Martín

 

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