domingo, 30 de octubre de 2016

ALGO ESCRITO EN OTOÑO Y CORTADO EN VERSOS



Solo quien aprecia la vida grande y pequeña

y se deja ganar por la alegría de otro ser,

quien sepultado por los cien mil esmaltes del miedo

se conmueve por un chispazo de orgullo,

aquel que bajo el último lodo saca un dedo frágil
para señalar la esperanza que llama voluntad,

solo ese

puede hablar del dolor sin frivolizarlo.


Jorge Ávila.

domingo, 28 de agosto de 2016

VERDE QUE TE QUIERO VERDE




Jorge Ávila 


El señor y la señora G, que aparte de ser un punto habríase dicho cualquier cosa de ellos menos que estaban en su plenitud, repartían tediosamente los útiles de jardinería que debían guardar. La vieja motosierra, apenas ya rentable, era tal vez el mayor lastre; un mamotreto insustancial y triste como un símbolo decadente. « Podíamos jubilar sin duda ciertos trastos», pensaba la señora G. La luna estaba a un tris de asomar al fondo, a punto de alfombrar el jardín con su sombra pesada. «¡Qué aparataje éste, a ratos se me antoja todo tan absurdo, tan accesorio!» El marido seguía recogiendo, encorvado entre  los cuadros de aquella camisa ya tan fina. Del azadón le caía algo de turba sobre el caminillo que llegaba hasta la caseta del perro,  donde ella tantas veces había limpiado, vaciado la manguera, restregado el cepillo más guerrero. Ahora volvía a estar manchado, manchado de una tierra menor y sin apenas importancia, algo que dejar aplazado sin caer en la dejadez, la desidia o el olvido. Y es que no era aún ese el tiempo, claro que no lo era, simplemente costaba un poco más todo aquello. El señor G mandó callar al perro, su gesto era quedo, desatento. Aunque a decir verdad, el animal pocas veces ya ladraba, como si tampoco con eso consiguiera lo que antes conseguía, como si ya ni siquiera lo buscase. A estas horas, antes, no hace tantos años, ya estarían dentro, la tele dando saltos al compás de la presentadora o de la bella azafata, pero ahora solía estar apagada. La señora G decidía, tras este recuerdo, dejar de meter cacharros en el garaje. Te espero dentro, fue cuanto pudo oír el señor G. Cuando ella lo dijo no esperó siquiera que él la mirase. Seguía el señor G a lo suyo, las gafas en la tenaza, en el óxido de la vieja tijera. En la cocina dormitaba un asentado olor a azufre, a anís,  a lo agrio de la lumbre. La señora G pasó una mano por el hule, el hule aquel de las cerezas. En un plato tenía la comida que no recordaba cómo sabía antes pero que no era el sabor de ahora. El señor G llegaría y pediría su cuchillo, eso no cambiaba,  imaginaba ya su tono, el sudor con que impregnaría el cojincillo tan mal atado al respaldo, la cuerda deshilachada. Entonces sonó la puerta como una débil mueca, tan siquiera un chirrido. Pero el señor G hoy no quiso sentarse como cada día; ella en cambio le esperaba, oía sus lentos pasos a la espalda. <Quizá abra la nevera, tendrá sed, por eso se demora en sentarse a esta vieja mesa>.De menos a más sonó un  hilo de radio: “verde viejo verdes ramas…”, por un momento la señora G no supo si en realidad se oía; hacía tanto que su marido no ponía música… hacía tanto que perdió el oído… Por esas causas cuando el señor G vino a tomarle la mano, a sacarla a bailar, aún ella dudaba si había música, si en verdad le estaban tirando de la mano. Sus pies se movieron, se arrastraron por las baldosas irregulares, había que cuidarse de un tropiezo, había que sujetarle la cintura; un puño a la camisa, los labios apretados. Pero se conoce que la lucha no está solo en el jardín, y hay que ver cómo pesa la camisa y el calzado lo que  oprime. Al señor G le invadió un impulso de juntar su cara contra aquella mejilla; el tacto ha cambiado, aunque el olor es casi el mismo, pero ¿qué ha sido del impulso?, el impulso ya no es impulso, lo que sea, lo que fuera aquello se acaba de ir, y entonces sintió hambre ¡qué cosa tan repentina este viraje, qué efímero el recuerdo, qué fugaz ese algo! sintió el deseo de una salchicha, no llegó a pensarlo, lo deseó, lo dijo, lo dijo así: ¡salchicha! La señora G se emocionó, hacía ya tanto, hacía tanto del sexo…que  apenas ese nombre le dijo nada. Salchicha, musitó la vieja, y sintió , por un instante ”…que te quiero verde”, que aquello tan húmedo, y tan tierno, y tan íntimo, por fin regresaba.