Jorge Ávila
El señor y la señora G, que
aparte de ser un punto habríase dicho
cualquier cosa de ellos menos que estaban en su plenitud, repartían
tediosamente los útiles de jardinería que debían guardar. La vieja
motosierra, apenas ya rentable, era tal vez el mayor lastre; un mamotreto
insustancial y triste como un símbolo decadente. « Podíamos jubilar sin duda
ciertos trastos», pensaba la señora G. La luna estaba a un tris de asomar al
fondo, a punto de alfombrar el jardín con su sombra pesada. «¡Qué aparataje
éste, a ratos se me antoja todo tan absurdo, tan accesorio!» El marido seguía
recogiendo, encorvado entre los cuadros
de aquella camisa ya tan fina. Del azadón le caía algo de turba sobre el
caminillo que llegaba hasta la caseta del perro, donde ella tantas veces había limpiado,
vaciado la manguera, restregado el cepillo más guerrero. Ahora volvía a estar
manchado, manchado de una tierra menor y sin apenas importancia, algo que dejar
aplazado sin caer en la dejadez, la desidia o el olvido. Y es que no era aún ese
el tiempo, claro que no lo era, simplemente costaba un poco más todo aquello.
El señor G mandó callar al perro, su gesto era quedo, desatento. Aunque a decir
verdad, el animal pocas veces ya ladraba, como si tampoco con eso consiguiera
lo que antes conseguía, como si ya ni siquiera lo buscase. A estas horas,
antes, no hace tantos años, ya estarían dentro, la tele dando saltos al compás
de la presentadora o de la bella azafata, pero ahora solía estar apagada. La
señora G decidía, tras este recuerdo, dejar de meter cacharros en el garaje. Te
espero dentro, fue cuanto pudo oír el señor G. Cuando ella lo dijo no esperó
siquiera que él la mirase. Seguía el señor G a lo suyo, las gafas en la tenaza,
en el óxido de la vieja tijera. En la cocina dormitaba un asentado olor a azufre,
a anís, a lo agrio de la lumbre. La
señora G pasó una mano por el hule, el hule aquel de las cerezas. En un plato
tenía la comida que no recordaba cómo sabía antes pero que no era el sabor de
ahora. El señor G llegaría y pediría su cuchillo, eso no cambiaba, imaginaba ya su tono, el sudor con que
impregnaría el cojincillo tan mal atado al respaldo, la cuerda deshilachada. Entonces sonó la puerta como una débil mueca, tan siquiera un chirrido. Pero el señor G
hoy no quiso sentarse como cada día; ella en cambio le esperaba, oía sus lentos
pasos a la espalda. <Quizá abra la nevera, tendrá sed, por eso se demora en
sentarse a esta vieja mesa>.De menos a más sonó un hilo de radio: “verde viejo verdes ramas…”, por un momento la señora G no supo si
en realidad se oía; hacía tanto que su marido no ponía música… hacía tanto que
perdió el oído… Por esas causas cuando el señor G vino a tomarle la mano, a
sacarla a bailar, aún ella dudaba si había música, si en verdad le estaban
tirando de la mano. Sus pies se movieron, se arrastraron por las baldosas
irregulares, había que cuidarse de un tropiezo, había que sujetarle la cintura;
un puño a la camisa, los labios apretados. Pero se conoce que la lucha no está
solo en el jardín, y hay que ver cómo pesa la camisa y el calzado lo que oprime. Al señor G le invadió un impulso de juntar
su cara contra aquella mejilla; el tacto ha cambiado, aunque el olor es casi el
mismo, pero ¿qué ha sido del impulso?, el impulso ya no es impulso, lo que sea,
lo que fuera aquello se acaba de ir, y entonces sintió hambre ¡qué cosa tan
repentina este viraje, qué efímero el recuerdo, qué fugaz ese algo! sintió el
deseo de una salchicha, no llegó a pensarlo, lo deseó, lo dijo, lo dijo así:
¡salchicha! La señora G se emocionó, hacía ya tanto, hacía tanto del sexo…que apenas ese nombre le dijo nada. Salchicha,
musitó la vieja, y sintió , por un instante ”…que te quiero verde”, que aquello tan húmedo, y tan tierno, y tan
íntimo, por fin regresaba.