Un sábado de tantos, con la
pretensión de pasar un día ocioso, me dirigí a Romangordo, pueblecito cacereño
que me despertaba escasas expectativas: “¿doscientos habitantes?... bueno, eso en
una hora está más que visto…”. Había oído que allí se alzaban fachadas
decoradas con graffitis, pero nada más. La mañana, eso sí, era espléndida —un
claro día de otoño—, la noche anterior había llovido y el sol proyectaba una luz
limpia y dulce. Subiendo divisé ya las casitas: resplandecían cercanas a una montaña
—quien haya estado en Hervás, por ejemplo, sabe la majestuosidad que irradia la
montaña en estos casos—. Me bajé del coche contemplando panorámicamente, como
suele hacerse en parajes naturales, y, a poca distancia —fue doblar una esquina—,
me deslumbraron dos enormes pinturas. Me explico: estaba ante dos fachadas imponentes,
pintadas enteras a modo de mural. Una de ellas me pareció haberla visto en
fotos —ya se sabe que hoy día con los móviles…—, pero ahora, en vivo, se
apreciaban en su justa belleza.
Adentrado
ya en el pueblo di con un museo —de los dos que hay allí— que sin duda marcó el
resto de la visita. Se trata de un centro de interpretación concerniente a la
batalla del puente de Lugar Nuevo. La sala, tan discreta como envolvente, narra
los pormenores de la contienda, encuadrada en lo que dio en llamarse Guerra de
Independencia Española. Ingleses y portugueses se unieron entonces a nosotros —principios
del S.XIX— para contrarrestar la ofensiva napoleónica que pretendía someter
España al imperio francés. La batalla se libró en las inmediaciones de
Romangordo —su estrategia y desenlace la tienen en el centro de interpretación—,
y su épica, qué duda cabe, me acompañaría durante todo el itinerario.
Callejeé
de nuevo encontrándome con más y más murales, diferentes en tamaño, muchos
sobre portones de garaje —lo que duplicaba su gracia costumbrista—, y con el sol
avivando sus motivos impresionistas, la mayoría nostálgicos: un burro que
simula asomarse a un portón, antiguos aperos de labranza en sus destellos
bucólicos, utensilios de aquel viejo tornero que... ¿Pero cuántas estampas podía
haber en total; once, diecisiete tal vez, desperdigadas por los rincones más
distantes para que pareciese que abarcaban todo el pueblo? No, no se trata de
ningún fingimiento en ese sentido, pese a llamarse trampantonjos, en realidad
hay muchas más de diecisiete ¡Quién sabe si en la mañana llegué a verlas todas!
Pero no es cuestión de enumerarlas aquí, allí siempre las habrá mejores que
cualquier evocación literaria. Déjense embargar solo por vivas sensaciones —yo hará
dos meses ya que las vi—; puedo confesarles que desprendían un halo atávico, en
realidad intemporal, esa sensación tan pretendida de que la rueda se detiene
unos instantes para que podamos sentir cualquier cosa en su inmanencia, como sucediera
en la niñez cuando el tiempo no era sino un camino de tierra larguísimo, acaso
interminable. ¿Es ese el fruto, entonces, de la visita?, ¿un embeleso
involuntario que hace dichoso al hombre, como cuando se observa una lumbre, un
viejo libro, un maizal movido por el viento? No, es aun más inasible. Sabemos lo limitadas
que son en estos casos las palabras, solo les estoy pidiendo una visita. Vayan,
se lo recalco. Cuando llegado el momento entré en la plaza mayor, quedé del todo
conmovido. Hay allí unos niños esculpidos jugando a pídola —o como lo llamen en
cada pueblo—, y otros al corro de la patata… Repito: están allí esculpidos, en
medio de una plaza enorme. Y siguen sonriendo. Intactos. No descarto que sean
nuestras almas.