viernes, 26 de diciembre de 2014

TIEMPO IV



TIEMPO. Jorge Ávila. (Bagatelas).

IV



Cuando el reputado psicólogo canadiense Albert Bandura postuló su teoría del aprendizaje vicario, donde el niño aprende observando e imitando la conducta de quien le sirve de modelo, debía ser un día de viento. Y es que, igual que el viento procede con las hojas, en fiel imitación a él, así con los Hombres, la vida. Al menos, es el aire quien roza unas con otras, y aún arrancadas, juntas las desplaza amontonándolas para, otro día, volver a disolverlas, quedando de aquella unión física la única posibilidad de buscar su esencia en el aire, y de igual forma nosotros, cuando la muerte nos sopla, nos esenciamos en la memoria del otro, a quienes físicamente nos convoca y desune la vida.

 Solía venir también la abuela en aquel coche verde que (no caprichosamente, sino por alguna razón freudiana que considero inoportuno desmembrar aquí) la memoria se empeña en emblanquecer, y que, alegre y melancólicamente, nos conducía a por agua. Quizá fuera también por eso (ahora que lo escribo), porque las grandes garrafas que llenábamos eran blancas y su tapón negro, pero insisto que, como a Lorca, el verde en nada me gusta.

La fuente se recuerda como una boca en la naturaleza, las hojas trenzándose vivas en su frente de piedra, y los caños, que tenían ya tiempo, vertiéndole un sonido antiguo y profundo al agua. Al regreso, más que a la ida, con mi pequeña cantimplora también llena del agua que, decían, es la que  más fuerte te hace de todas, insistía en saber por qué las serpientes y las brujas nunca coincidían cuando venía yo, y entonces los silencios o las vagas respuestas tan sólo conseguían que quedase más expectante ante una mancha en la carretera o ante cualquier recodo del aire.
Mi abuelo no conducía bien, igual que sus cuentos no eran buenos, pero le gustaba conducir con lluvia, y desde la diagonal de mi asiento trasero, en pequeño ángulo con sus gafas, a través de ellas veía un parabrisas que apenas  retiraba sonoramente el agua, y a pesar del ruidoso vaivén, el paisaje era tremendamente callado, no silencioso, sino callado, eran árboles y rocas, canchos, como los llamamos en Extremadura, que guardaban muchas palabras, que creo que nunca habrían sido dichas, y en aquella ventanilla que apoyaba sus piernas en las orejas del abuelo, el más pequeño cristal donde la tristeza, sin extensión, se explica en sí misma, corrían las lágrimas contenidas de la dehesa extremeña.
 

martes, 23 de diciembre de 2014

SUGESTIÓN



 SUGESTIÓN. Jorge Ávila.



—¿Llegó usted a verlo?

—Lo vi.

—Llegó usted a verlo entonces.

—No sabría asegurarlo.

—¿Qué oyó exactamente?

—La escoba, la escoba sin nadie.

—¿Oyó usted la escoba y nada más?

—Un ruido como de escoba.

—¿La vio usted, la escoba?

—No la vi, sólo la oí.

—¿Entonces cómo sabía que no había nadie?

—Porque sólo estaba yo y solo me sentía.

—¿Qué hora era?

—Indeterminada, en la tarde. ¿Es importante eso?

—No. No lo es. ¿Qué hizo usted con sus lágrimas de alcohol?

—Las estrangulé con dura geometría.

—¿Y dio resultado?

—A duras penas.

—¿Dónde hizo usted todo eso?

—En un rincón de mi vida. Los árboles eran de oscuro recorrido, anchurosos en su nido de existencia.

—Y sigue usted sin estar convencido de que viese al lobo...

—Ni a la bruja, ya se lo he dicho.

COSQUILLAS

COSQUILLAS. Jorge Ávila.
El fuerte de su derecha reía expansivamente. El que le quedaba detrás,  esquinado tras el trípode de la videocámara, reía incalificablemente. Ajustándose la muñequera, el de la capucha, que no habló nada,  reía sonoramente. Luego él,  tras el vaso oscuro y mal sentado al dar la orden, rió insípidamente. Con la mordaza ya tensada, yo también reía, consecuentemente.

lunes, 1 de diciembre de 2014

CONTINUACIÓN LIBRE DEL RELATO " TRISTÁN GARCÍA" DEL ESCRITOR ÁLVARO CUNQUEIRO

 Jorge Ávila. (Conversaciones antes del despertador)

ANTEDEDENTES. El relato original de Cunqueiro cuenta la historia de un tipo llamado Tristán García, que tras conocer la historia de la novela romántica "Tristán e Isolda" se ilusiona con encontral a su Isolda idílica. En la desesperada búsqueda, su sargento, llamado Recuero, le comunica que sabe de una mujer llamada Isolda que regenta una churrería en un pueblo cercano, y Tristán parte en su busca. Al llegar dá con ella, pero Isolda es una anciana. Tristán le explica lo que venía buscando, y cómo no estaba allí, se marcha. La vieja le acompaña a la estación por deferencia.

CONTINUACIÓN DE LA HISTORIA DE TRISTÁN GARCÍA. 

Por no conseguir igualar el texto su voz original, se aparta a Tristán de la impersonal sala donde transcurre la escena, así como de sitio alguno.

—No se culpe, Isolda, las pistolas no entienden de motivos precisos cuando quien remite el disparo es a la vez su destinatario —dijo delicadamente Recuero, el sargento. Luego tendió un pañuelo a la vieja churrera para que empapase de sus mejillas el aceite más amargo y continuó:
—Entiendo que es fácil para usted atribuirse el peso de la desgracia por haber sucedido el mismo día de visitarla. De algún modo, ese joven la hizo partícipe de su ideal frustrado, pero créame, cornada de mayor trayectoria debía guardar el corazón de Tristán para ejecutar tamaña respuesta. Incluso me atrevería a conjeturar que su carácter lábil no le ayudaba a afrontar el rigor del ejército ni la jerarquía de la vida. —Bajo sus palabras, una moneda se dejaba entremeter en los dedos del sargento—. Sin ir más lejos, prosiguió, yo le podría contar algún amor frustrado y no por ello di carpetazo a mi coraje. ¿A quién no le han roto alguna vez el corazón? Recuerdo mi primer desengaño, dijo, volvía descompuesto en tren, como seguramente lo hiciera Tristán la tarde del suicidio, y al principio del paisaje sólo veía pueblos sórdidos apretados por los valles, pero durante el trayecto la sensatez y el orgullo se impusieron en mí, el monte fue otra vez monte y la casa, casa, como siempre ha sido y debe ser. Con esto le digo que hay que vigilar de cerca el movimiento insidioso de la entelequia, no convertirse en un pusilánime idealista. Pero sobretodo lo que nunca, nunca debe hacerse, es buscar culpables donde no los hay, y menos en una figura de autoridad, eso bien me lo enseñó mi padre y ya se lo podía haber enseñado alguien a Tristán para que no hubiese llegado aquí de esa guisa. —Recuero hablaba cada vez más agitado—. ¿Qué hubiera pasado si mi padre, en sus días de vanagloriado coronel, hubiera tenido que soportar mis frustraciones, aguantar la insolencia de verse vituperado por venir yo de tal o cual sitio sin frutos? Jamás se me habría ocurrido hacerlo, pero de haberle reprochado algo, desde luego que me lo habría hecho pagar—. Recuero frenó apretando brevemente los párpados, dos ranuras brillantes le endurecieron el rostro y en ese momento Isolda tuvo miedo; vio el cadáver de Tristán abatido en las pupilas del sargento, en sus dedos un gatillo en vez de la moneda. Antes de marcharse, ya de espaldas y sin dar gracias por el pañuelo, escuchó: —Así que ya sabe, por su salud, no ande buscando más culpas, señora.