domingo, 5 de enero de 2020

VISITA A ROMANGORDO



Un sábado de tantos, con la pretensión de pasar un día ocioso, me dirigí a Romangordo, pueblecito cacereño que me despertaba escasas expectativas: “¿doscientos habitantes?... bueno, eso en una hora está más que visto…”. Había oído que allí se alzaban fachadas decoradas con graffitis, pero nada más. La mañana, eso sí, era espléndida —un claro día de otoño—, la noche anterior había llovido y el sol proyectaba una luz limpia y dulce. Subiendo divisé ya las casitas: resplandecían cercanas a una montaña —quien haya estado en Hervás, por ejemplo, sabe la majestuosidad que irradia la montaña en estos casos—. Me bajé del coche contemplando panorámicamente, como suele hacerse en parajes naturales, y, a poca distancia —fue doblar una esquina—, me deslumbraron dos enormes pinturas. Me explico: estaba ante dos fachadas imponentes, pintadas enteras a modo de mural. Una de ellas me pareció haberla visto en fotos —ya se sabe que hoy día con los móviles…—, pero ahora, en vivo, se apreciaban en su justa belleza.

Adentrado ya en el pueblo di con un museo —de los dos que hay allí— que sin duda marcó el resto de la visita. Se trata de un centro de interpretación concerniente a la batalla del puente de Lugar Nuevo. La sala, tan discreta como envolvente, narra los pormenores de la contienda, encuadrada en lo que dio en llamarse Guerra de Independencia Española. Ingleses y portugueses se unieron entonces a nosotros —principios del S.XIX— para contrarrestar la ofensiva napoleónica que pretendía someter España al imperio francés. La batalla se libró en las inmediaciones de Romangordo —su estrategia y desenlace la tienen en el centro de interpretación—, y su épica, qué duda cabe, me acompañaría durante  todo el itinerario.

Callejeé de nuevo encontrándome con más y más murales, diferentes en tamaño, muchos sobre portones de garaje —lo que duplicaba su gracia costumbrista—, y con el sol avivando sus motivos impresionistas, la mayoría nostálgicos: un burro que simula asomarse a un portón, antiguos aperos de labranza en sus destellos bucólicos, utensilios de aquel viejo tornero que... ¿Pero cuántas estampas podía haber en total; once, diecisiete tal vez, desperdigadas por los rincones más distantes para que pareciese que abarcaban todo el pueblo? No, no se trata de ningún fingimiento en ese sentido, pese a llamarse trampantonjos, en realidad hay muchas más de diecisiete ¡Quién sabe si en la mañana llegué a verlas todas! Pero no es cuestión de enumerarlas aquí, allí siempre las habrá mejores que cualquier evocación literaria. Déjense embargar solo por vivas sensaciones —yo hará dos meses ya que las vi—; puedo confesarles que desprendían un halo atávico, en realidad intemporal, esa sensación tan pretendida de que la rueda se detiene unos instantes para que podamos sentir cualquier cosa en su inmanencia, como sucediera en la niñez cuando el tiempo no era sino un camino de tierra larguísimo, acaso interminable. ¿Es ese el fruto, entonces, de la visita?, ¿un embeleso involuntario que hace dichoso al hombre, como cuando se observa una lumbre, un viejo libro, un maizal movido por el viento? No, es aun más inasible. Sabemos lo limitadas que son en estos casos las palabras, solo les estoy pidiendo una visita. Vayan, se lo recalco. Cuando llegado el momento entré en la plaza mayor, quedé del todo conmovido. Hay allí unos niños esculpidos jugando a pídola —o como lo llamen en cada pueblo—, y otros al corro de la patata… Repito: están allí esculpidos, en medio de una plaza enorme. Y siguen sonriendo. Intactos. No descarto que sean nuestras almas.
 

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